diciembre 13, 2012

Los reyes que llegaron de las estrellas (2)

En las tradiciones egipcia y judía, el arca o harca solar, flanqueada por dos querubines, va asociada a la aristocracia espiritual. Es el recipiente sagrado que contiene la nueva «genética» bajada del cielo, representado posteriormente por el «grial» cristiano, receptáculo de la «sangre real» o esencia divina. Si seguimos la pista del arca veremos que, a través de los milenios, aparece como símbolo de la nueva realeza postdiluviana. Este es el instrumento de poder que une la tierra con el cielo y permite a los reyes de Israel comunicarse con Dios, como también es el vehículo en el que Horus surca cada noche el mundo subterráneo de los muertos para resurgir cada mañana en forma de Ra.

Pero aún hay más. El cadáver de Osiris desciende por el Nilo en un arca tallada en madera de acacia, Moisés surca el mismo río en un cesto de juncos y es salvado por la hermana del faraón; el pueblo judío cruza el desierto precedido por el Arca de la Alianza, a cuyo paso se abre el Mar Rojo; y Jesús es bautizado y recibe el Espíritu Santo en Gilgal, el vado del Jordán donde Elías -como antes Enoc- fue arrebatado a los cielos en «un carro de fuego», cerrándose así el ciclo iniciático. 
Parece que no es casual que el tronco de Jesé del Pórtico de la Gloria compostelano descanse sobre una efigie de Noé. Lo mismo que, desde lo alto de la columna, Santiago El Menor, el hermano del Mesías, sonría enigmáticamente al peregrino, sosteniendo en sus manos un báculo en forma de tau que recuerda una cruz ansata o llave de la inmortalidad egipcia. 

La leyenda jacobea nos ofrece aún más «guiños». Cuenta, por ejemplo, que la cabeza de Santiago viajó mágicamente desde Palestina hasta Galicia en una barca, que fue a vararse justamente en la playa de Noya, localidad gallega cuyo nombre y leyendas evocan a Noé y al Arca (AÑO/ CERO, 121). 

También es evidente que los patriarcas bíblicos postdiluvianos se consideraban depositarios de un precioso legado genético que les hacía casarse incluso con sus propias hermanas, como los faraones. Este incesto sagrado -Abraham se unió a su medio hermana Sara-, sólo podía tener como fin perpetuar la esencia divina de Noé, cuyo aspecto físico, según el Libro de Enoc, recordaba más al de los Vigilantes que al de los hombres. El propósito que éstos perseguían era instituir en la zona una nueva saga de reyes y gobernantes sagrados que condujeran a sus respectivos pueblos, en su evolución espiritual, hacia el monoteísmo. Al final del largo camino, nos esperaba la inmortalidad. 

Pero el hombre volvió a cometer el mismo error y confundió la materia con el espíritu. Ni los reyes sumerios ni los faraones egipcios -a excepción de Akhenaton- comprendieron que ese liderazgo era de carácter místico y utilizaron sus conocimientos y poder para imponerse a los hombres, vanagloriándose de su sangre azul venida de las estrellas. 
Sin embargo, resulta revelador que hayan sido precisamente tres personajes de sangre real, tres reyes sagrados, los líderes de las grandes revoluciones en contra de la aristocracia que reclamaba la exclusividad de un legado espiritual que pertenece a toda la humanidad: Akhenaton, el faraón hereje que proclamó la igualdad de los hombres ante el Creador; Buda, un hindú nacido príncipe, que lo abandonó todo para descubrir que el único remedio para el sufrimiento humano es el desapego y creó una corriente filosófica que cuestionó el viejo sistema de castas brahmánico; y Jesús, cuyo crimen fue manifestar que el corazón del hombre es el único templo donde debe adorarse a Dios. En el fondo, estos tres reyes sagrados nos han legado el mismo mensaje: aunque la semilla original haya llegado de las estrellas, ya está plantada y ahora ya nos toca subir al cielo a nosotros solos, sin falsas dependencias ni cultos a extraterrestres salvadores.

AKASICO

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